Había paseado muchas veces por aquel lugar y siempre veía la
misma playa, pero aquel día de primavera, cuando el viento golpeaba mi cabello
con aquel aroma salado, miré aquel paisaje por encima de mis gafas de sol. Y ya
no era un simple paisaje. Ahora comprendía todos y cada uno de los detalles. El
mar, simbolizaba la fuerza. Cuando está en calma es precioso y acogedor, pero
cuando está en guerra sus olas arrasan con cualquier cosa que se ponga por
delante, sin ni siquiera mirar si eres su amigo. El mar, tan lleno de secretos.
Acompañado por la espuma salada, como si fueran unas alas que le protegen. Unas
alas dulces y suaves, pero a la vez saladas y con espinas.
La arena, que se nos escapa de entre los dedos al igual que
el tiempo, sin poder hacer nada. Cada grano de arena es un minuto, y sí, cuando
tenemos mucho tiempo, lo vemos todo precioso y con un futuro por delante, pero
cuando se va gastando, nos molesta al igual que la arena de los zapatos. Pero
del tiempo se puede hacer algo precioso, igual que de la arena se hace el
cristal.
Las nubes eran dos preciosos pájaros sobrevolando mi cabeza,
con aquellas delicadas plumas y su color tan puro y blanco como la nieve.
Cambiando de forma hasta convertirse en un gran elefante, aquel símbolo de la
buena suerte que hacía que me sintiera afortunada.
Todo aquel conjunto de árboles, que eran mi muralla, eran mi
meta a la cual tenía que llegar. Llegar hasta mi meta y pasarla, vencer aquel
miedo que antes le había tenido a la vida.
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